lunes, 8 de diciembre de 2014

El número uno – Te lo mereces.

Tensó sus músculos al sentir el ardor de la mordedura del cuero recorriendo su espalda una vez más. Ya iban tres, aunque las marcas enrojecidas y ya algo secas que surcaban su piel demostraban que la amarga tortura del látigo no era algo nuevo para él. Era difícil no llevar la cuenta de algo tan insoportable e intenso, nunca había tenido gran resistencia al dolor, por lo que los sollozos se hacían presentes en la celda con prontitud, sin que pudiera hacer nada por callarlos. Las primeras noches había tratado de reunir la fuerza suficiente como para girarse a mirar al hombre que lo azotaba, aprovechando las breves pausas entre un golpe y otro para relajar sus músculos doloridos. Sin embargo, jamás encontró ni un pequeño atisbo de compasión en su mirada.

Pese a no disponer de medio alguno para mirarse (ni mucho menos curarse) las heridas, el escozor era tan agudo y penetrante que prácticamente dibujaba en su mente la infinidad de rayas rojas que marcaban las zonas afectadas por el látigo. Si tuviera un espejo en el que poder reflejar su espalda y sus hombros ni siquiera se habría sorprendido.

Las horas allí se hacían eternas. Era imposible distinguir entre la noche y el día bajo la oscuridad de aquella celda. No obstante, él nunca trató de resistirse al sufrimiento, pues en cierto modo era lo único que marcaba un poco su tiempo. Quería acabar con aquello cuanto antes, pero la idea de lo que se encontraría al salir le daba incluso más miedo que la tortura en sí. Temía precipitarse a una vida llena de desprecios. Y si su destino era estar solo, prefería disfrutar de la soledad encerrado.

Me lo merezco

Eso era lo único que lo ayudaba a aguantar. Saber que se lo había buscado, que él mismo era el que se había condenado. Saber que cada chasquido brutal que sonaba al contacto de cuero con piel era un nuevo grito triunfante que le decía que se estaba haciendo justicia.

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Hans abrazó a Edgar en un intento por tranquilizarse. El pequeño osito de algodón lo había protegido desde que tenía memoria. Lo recordaba vagamente a su lado desde la cuna, acompañándolo siempre que tenía pesadillas. Su calor llegó a evitar que siguiera haciéndose pis en la cama, lo cual fue un alivio, pues al ser el más pequeño de sus hermanos fue también el último en aprender a usar un orinal, y todos se reían de él por no saber aguantarse. Linus llegó a asegurarle que incluso su conejo se meaba menos encima. Hans no le creyó simplemente porque cada vez que había cogido en brazos al animal éste le había mojado todo el pijama. Y esto era algo que a él no le gustaba nada, porque luego su ropa olía mal y su madre se enfadaba, creyendo que el pis era suyo. Hans odiaba que lo tratasen como a un bebé. Sin embargo, a Linus esto parecía hacerle mucha gracia.

Tenía ganas de chuparse el pulgar. Hacía mucho tiempo que había dejado de usar chupete, pero cada vez que estaba asustado sentía una enorme necesidad de volver a utilizarlo. Y en ese momento tenía mucho miedo. Esa misma mañana, mientras se encontraba jugando con su caballo de madera amarillo, los gemelos irrumpieron en su habitación, informándole sobre un nuevo tesoro que habían descubierto. Hans prometió no contar nada, y era una promesa de pellizco, por lo que no se podía incumplir.

Las promesas de pellizco siempre le dejaban moratones en los brazos, pero, aunque los gemelos nunca le permitiesen devolverles el pellizco por eso de que “era demasiado pequeño”, valían la pena, porque algún día sería mayor por fin y les pellizcaría todas las veces que quisiera. Incluso sin necesidad de promesas.

No había nada en el mundo que Hans desease más que hacerse mayor como sus hermanos. Y, para ello, debía empezar superando diferentes pruebas para demostrar su valentía y madurez como adulto. O eso era lo que Damien le decía siempre.

La primera prueba se dio el día de su quinto cumpleaños. Y durante los próximos tres meses. Derek se dedicó a reunir un montón de lombrices en el plato de la comida del perro, para que después Damien le obligara a comérselas. Damien decía que no lograría ser un hombre nunca si no se las tragaba sin vomitar ni una sola vez. Hans tardó mucho en conseguirlo. El vómito olía aún peor que el pis de conejo.

–Te lo mereces –decía Damien. Y a Derek esto parecía hacerle mucha gracia.

Estuvo a punto de no bajar las escaleras de madera por las que sus hermanos lo estaban guiando, pero no quería volver a comportarse como un bebé. Ya no tenía cinco años. El sitio era muy oscuro y el suelo crujía con cada paso que daba. Damien aseguró que el sonido provenía de las tripas del monstruo que vigilaba el tesoro.

–Ten cuidado, Hans. Se alimenta de enanos como tú.

Hans quiso responder. Tenía siete años recién cumplidos y había superado muchas pruebas de hombre, por lo que ya no era un niño pequeño. Sin embargo, no tuvo más remedio que callarse, pues no quería enfadar a ninguno de los gemelos. Además, tenía mucha curiosidad por saber lo que contenía el tesoro. Quién sabe, tal vez con un poco de suerte Damien y Derek quisieran compartir algo del botín con él.

Derek abrió una puerta. No había luz, y Damien no esperó ni un segundo para empujarlo al interior del cuarto. Hans cayó de rodillas, el roce con el suelo de madera lo había quemado y tenía la piel ligeramente levantada, pero no le importó. Uno de los gemelos encendió la luz mientras él volvía a ponerse en pie, no alcanzó a distinguir cuál de los dos había sido, pero se lo agradeció en silencio, pues ahora podía contemplar la maravilla que lo rodeaba.

Aquello era un sueño hecho realidad, los baúles de madera estaban colocados en estanterías especiales y eran imposibles de contar con los dedos de las manos. Había tal vez cientos, no, ¡miles! Hans ni siquiera le dio importancia al hecho de que eran cilíndricos, solo deseaba abrirlos cuanto antes.

–Nikolas los ha traído hoy en su barco, nos ha hecho jurar que no los tocaríamos. Se supone que son para todos, pretenden conservarlos aquí hasta las fiestas de invierno.

Hans no podía sentirse más decepcionado. Nikolas siempre había sido un aguafiestas.

–Entonces, ¿para qué hemos venido? –dijo con amargura en la voz. Los gemelos entornaron los ojos al mismo tiempo, cansados de su ingenuidad.

–Hay tantos que ni siquiera se enterarán de que hemos abierto uno. Además, apostaría mi caballo a que Fred piensa coger muchos más para él solo.

Fredejorn era un experto en organizar fiestas. Tenía un montón de amigos y se pasaba el día muy contento. Solía decir que le gustaba tener en su cama más mujeres desnudas  de las que podría llegar a beneficiarse en una noche. Hans no lo conocía muy bien a pesar de ser su hermano, y tampoco sabía lo que significaba beneficiarse a alguien, pero siempre lo había visto rodeado de chicas que lo abrazaban, por lo que suponía que sería muy cariñoso y simpático.

–Tú no tienes ningún caballo. –advirtió Hans tras unos segundos.- No puedes apostar algo que no tienes.

–Tenlo en cuenta cuando vayas a apostar tu cerebro.

Derek, como siempre, se limitó a reír la gracia de su gemelo mientras se acercaba a un baúl situado en la estantería más baja y lo empujaba hacia el centro del cuarto con el pie. Hans aprovechó la distracción para desviar la mirada hacia los ojos de botón de Edgar y, por un segundo, creyó apreciar un gesto de advertencia en su carita de algodón.

–Deja ese estúpido oso de una vez y ven a ayudarnos con esto.

Hans no se movió, solo se abrazó más al peluche mientras observaba cómo sus hermanos colocaban el baúl en vertical para poder retirar el tapón sin peligro de derramar nada de lo que contenía.

–Gracias por nada, enano. Incluso ese trozo de trapo viejo nos habría sido de más utilidad.

–¡Edgar es mi amigo! –respondió él, arrepintiéndose al segundo siguiente. Los gemelos intercambiaron una sonrisa cómplice e idéntica que no auguraba nada bueno y Hans no pudo retener al osito mucho más tiempo entre sus brazos. Damien y Derek le superaban en número, en fuerza y en edad. No tenía nada que hacer contra ellos.

–Tú no tienes amigos. –declaró Damien, buscando sus ojos verdes. Hans habría jurado que esa mirada marrón que lo acusaba se oscurecía y, de pronto, le entraron unas tremendas ganas de llorar, pero no quería comportarse como un bebé.

Enjugándose los ojos antes de que sus hermanos notasen el brillo causado en ellos por unas prematuras lágrimas traicioneras, se acercó al baúl arrastrando los pies. Ya no tenía muchas ganas de hacerse con ningún tesoro.

Derek colocó un diminuto grifo en el agujero que había quedado a la vista cuando el tapón del baúl fue desechado. Hans pensó que eso sería inútil a la hora de sacar joyas y piedras preciosas del interior del tesoro, pero no se atrevió a comentarlo en alto.

Damien apretó a Edgar por el cuello, agitándolo en el aire con violencia al tiempo que Derek volvía a colocar el baúl en el suelo con cautela, tal y como lo habían encontrado originalmente.

–Ahora, túmbate boca arriba. Derek y yo hemos decidido entregarte todo el tesoro, pero debemos comprobar que en tus manos estará a buen recaudo.

Hans obedeció sin rechistar, emocionado al observar la repentina generosidad de sus hermanos. Ni siquiera se le ocurrió preguntar por qué tenía que tumbarse. Derek le indicó que debía colocar su cabeza justo debajo del grifo, y él supuso que lo bañarían en oro. Sin embargo, su entusiasmo no duró mucho más tiempo, antes de darse cuenta siquiera un líquido muy amargo comenzó a caerle en la cara. Quiso levantarse, pero los gemelos fueron más rápidos que él y lo retuvieron, agarrándolo de pies y manos respectivamente. A Hans no le gustaba nada aquel sabor y en apenas unos segundos, se encontró con la cara llena de una mezcla entre sus propias lágrimas y ese líquido tan desagradable. Forcejeó con todas sus fuerzas, comenzando a sentir arcadas. No podía hacer nada por evitarlo. Tampoco podía huir. El líquido se desbordaba en su boca y nunca dejaba de caer. Todo empezó a dar vueltas a su alrededor de repente. Hans sintió que se dormía entre sollozos.

A Damien esto pareció hacerle mucha gracia.


Despertó horas más tarde en los brazos de alguien. Fredejorn había descubierto su cuerpo acostado en el suelo de la bodega al bajar con intención de apropiarse de unos cuantos barriles. Al otro lado de la puerta cerrada de su habitación, Hans le oyó comentar que lo había encontrado muy pálido y con el pelo lleno de vómito. Klaus, su hermano más mayor, aseguró que no permitiría que algo como eso ocurriese de nuevo, lo que significaba que, probablemente, todo aquello se le olvidase en un par de minutos, en cuanto tuviese algo más importante que hacer.

–Sois un insensato.

Levantó la mirada y, por un segundo, le pareció que era su madre quien lo sujetaba. Se dio cuenta de que era una idea estúpida cuando apreció la cara de una sirvienta. Seguramente su madre estaría ocupada. Siempre estaba ocupada.

–Beber de un barril con apenas seis años... ¿No os han dicho lo mala que es la cerveza? A este paso acabaréis igual que vuestro hermano Fredejorn: borracho e irresponsable.

“Tengo siete”, pensó Hans, pero no dijo nada. La sirvienta lo sentó sobre la cama y comenzó a secarle el pelo con una toalla, él no había notado hasta entonces que lo habían bañado, por lo menos ya no olería a vómito. Levantó las cejas cuando la vio alejarse de nuevo para guardar la toalla en una cesta donde alcanzó a distinguir también su ropa de aquella mañana. La observó con curiosidad, era una mujer bajita y de pelo negro como el carbón. Posiblemente tendría la edad de su madre, tal vez algún año más.

Hans ni siquiera sabía su nombre, sus hermanos nunca se preocupaban por esas cosas.

Volvió a acercarse para ayudarlo a ponerse el pijama y, durante todo su discurso sobre la responsabilidad y el buen comportamiento, él no abrió la boca. No entendía muy bien lo que ocurría con ella. Normalmente, los miembros del servicio debían mantenerse callados y limitarse a acatar órdenes. Nunca hablaban a no ser que fuera estrictamente necesario. De hecho, él tampoco se atrevía a hablar en ciertas ocasiones, como cuando se reunían para comer o cuando celebraban fiestas importantes, y eso que, supuestamente, formaba parte de la familia real.

Aquella mujer era diferente. Hans sabía que llevaba trabajando para ellos desde mucho antes de que él naciera, la había visto alguna vez acompañada de otras chicas más jóvenes, llevando mantas y haciendo alguna que otra cama, y nunca le había llamado especialmente la atención hasta ese momento. Parecía saber perfectamente con quien podía hablar y con quién no, porque no paraba de regañarlo y de hablar mal de sus hermanos aprovechando que estaban a solas. Tal vez era muy obvio que él no le diría nada a nadie. Tal vez ni ella lo consideraba un príncipe digno.

–¿Cómo te llamas? Yo soy Hans.

Por un momento, y para su sorpresa, la sirvienta dejó de hablar. Aunque el silencio no duró mucho tiempo. Hans solo tuvo que esperar a que terminase de abotonarle la camisa de su pijama.

-Sé quién sois. El pequeño príncipe Hans.- la mujer entornó los ojos, sin mirarlo a la cara.- El último de los príncipes de las Islas del Sur, demasiado pequeño para que alguien os tenga en cuenta, ni siquiera vuestros hermanos más jóvenes. El príncipe Linus tiene a sus mascotas, el príncipe Derek y el príncipe Damien se tienen el uno al otro y el príncipe Robert tiene sus instrumentos, ¿pero  vos? ¿Qué tenéis vos? ¿Tiene el pequeño príncipe algo que ofrecer?

Hans se sintió confundido y perdido. No le había respondido, sin embargo, había hablado demasiado y, por desgracia, también le había hecho pensar demasiado, pensar en cosas que no le gustaban. Odiaba que lo llamasen “pequeño” o “enano”, odiaba que lo tratasen como a un bebé, y también odiaba comportarse como tal, odiaba que lo bañasen y lo vistiesen porque creía ser lo suficientemente mayor como para hacerlo por sí mismo. No obstante, por mucho que odiase todo aquello, por primera vez, Hans se planteó que tal vez nunca crecería a ojos de los que lo rodeaban. Se llevaba veintitrés años con su hermano más mayor y, por mucho tiempo que pasase, siempre seguiría siendo así. Y si bien era cierto que tenía hermanos más cercanos a él, todos poseían algo que sustituía su compañía. Algo que consideraban mucho más valioso que él. Tenía doce hermanos mayores y, por mucho que lo intentase,  nunca llegaría a ser tan bueno como ninguno. Todo lo que él hiciese carecería de mérito, pues ellos lo habrían hecho ya mucho antes.

Ella lo invitó a acostarse, y él obedeció, cubriéndose con las mantas. No dejó de mirarla en ningún momento.

–No tengo nada. –afirmó en mitad de un suspiro, resignado y encogiéndose de hombros. – Solo soy yo.

–¿Solo vos? –preguntó la sirvienta mientras se concentraba en abrigarlo. Sus ojos se encontraron por unos segundos, y fue solo entonces cuando Hans se sintió realmente arropado.

Viendo como se alejaba, Hans se visualizó a sí mismo rodeado de soledad, bajo la oscuridad de su propio cuarto. No quería que se fuera. No quería que lo dejase solo. Quería hablar más con ella, contarle todo aquello que no podía contarle a nadie. Quería tantas cosas…

Pero no dijo nada. El silencio continuó presidiendo el lugar. Había hecho una promesa con los gemelos: no podía contar nada de lo que hacía con ellos, nada sobre el tesoro, nada sobre el incidente que habían tenido en la sala de los baúles. Y era una promesa de pellizco, por lo que no se podía incumplir.

A veces incluso se arrepentía de dejarse llevar, las cosas siempre acababan mal, y era mucho mejor quedarse en su habitación, jugando con su caballo de madera amarillo al que aún no había puesto nombre y con la única compañía de su osito Edgar, a quien había perdido por culpa de su imprudencia.

La culpa era suya. Siempre suya. Por haber nacido el último, por llevarse veintitrés años con su hermano más mayor. Por no ser lo suficientemente bueno para nadie. Y quizás podría haberse llevado bien con los más próximos a él, Linus le sacaba solo cuatro años, los gemelos solo tres y con Robert apenas se llevaba unos meses. No obstante, al destino le gustaba jugar; aislando a Linus con sus animales, con seres vivos de verdad, no trozos de trapo como lo era Edgar; y convirtiendo a Robert en un virtuoso, haciendo que todos lo adorasen por su singular don musical. Los gemelos no tenían nada especial, simplemente eran eso, gemelos, se apoyaban el uno al otro. Ojalá él también tuviese un gemelo, o un don, o una mascota.

Damien tenía razón, no tenía amigos. No tenía nada.

 Y si su destino era estar solo, prefería disfrutar de la soledad encerrado.

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