Tensó sus músculos al sentir el ardor de la mordedura del
cuero recorriendo su espalda una vez más. Ya iban tres, aunque las marcas
enrojecidas y ya algo secas que surcaban su piel demostraban que la amarga
tortura del látigo no era algo nuevo para él. Era difícil no llevar la cuenta
de algo tan insoportable e intenso, nunca había tenido gran resistencia al
dolor, por lo que los sollozos se hacían presentes en la celda con prontitud,
sin que pudiera hacer nada por callarlos. Las primeras noches había tratado de
reunir la fuerza suficiente como para girarse a mirar al hombre que lo azotaba,
aprovechando las breves pausas entre un golpe y otro para relajar sus músculos
doloridos. Sin embargo, jamás encontró ni un pequeño atisbo de compasión en su
mirada.
Pese a no disponer de medio alguno para mirarse (ni mucho
menos curarse) las heridas, el escozor era tan agudo y penetrante que
prácticamente dibujaba en su mente la infinidad de rayas rojas que marcaban las
zonas afectadas por el látigo. Si tuviera un espejo en el que poder reflejar su
espalda y sus hombros ni siquiera se habría sorprendido.
Las horas allí se hacían eternas. Era imposible distinguir
entre la noche y el día bajo la oscuridad de aquella celda. No obstante, él
nunca trató de resistirse al sufrimiento, pues en cierto modo era lo único que
marcaba un poco su tiempo. Quería acabar con aquello cuanto antes, pero la idea
de lo que se encontraría al salir le daba incluso más miedo que la tortura en
sí. Temía precipitarse a una vida llena de desprecios. Y si su destino era
estar solo, prefería disfrutar de la soledad encerrado.
“Me lo merezco”
Eso era lo único que lo ayudaba a aguantar. Saber que se lo
había buscado, que él mismo era el que se había condenado. Saber que cada
chasquido brutal que sonaba al contacto de cuero con piel era un nuevo grito
triunfante que le decía que se estaba haciendo justicia.
―――――――――――――
Hans abrazó a Edgar en un intento por tranquilizarse. El
pequeño osito de algodón lo había protegido desde que tenía memoria. Lo
recordaba vagamente a su lado desde la cuna, acompañándolo siempre que tenía
pesadillas. Su calor llegó a evitar que siguiera haciéndose pis en la cama, lo
cual fue un alivio, pues al ser el más pequeño de sus hermanos fue también el
último en aprender a usar un orinal, y todos se reían de él por no saber
aguantarse. Linus llegó a asegurarle que incluso su conejo se meaba menos
encima. Hans no le creyó simplemente porque cada vez que había cogido en brazos
al animal éste le había mojado todo el pijama. Y esto era algo que a él no le
gustaba nada, porque luego su ropa olía mal y su madre se enfadaba, creyendo
que el pis era suyo. Hans odiaba que lo tratasen como a un bebé. Sin embargo, a
Linus esto parecía hacerle mucha gracia.
Tenía ganas de chuparse el pulgar. Hacía mucho tiempo que
había dejado de usar chupete, pero cada vez que estaba asustado sentía una
enorme necesidad de volver a utilizarlo. Y en ese momento tenía mucho miedo.
Esa misma mañana, mientras se encontraba jugando con su caballo de madera
amarillo, los gemelos irrumpieron en su habitación, informándole sobre un nuevo
tesoro que habían descubierto. Hans prometió no contar nada, y era una promesa
de pellizco, por lo que no se podía incumplir.
Las promesas de pellizco siempre le dejaban moratones en los
brazos, pero, aunque los gemelos nunca le permitiesen devolverles el pellizco
por eso de que “era demasiado pequeño”, valían la pena, porque algún día sería
mayor por fin y les pellizcaría todas las veces que quisiera. Incluso sin
necesidad de promesas.
No había nada en el mundo que Hans desease más que hacerse
mayor como sus hermanos. Y, para ello, debía empezar superando diferentes
pruebas para demostrar su valentía y madurez como adulto. O eso era lo que
Damien le decía siempre.
La primera prueba se dio el día de su quinto cumpleaños. Y
durante los próximos tres meses. Derek se dedicó a reunir un montón de
lombrices en el plato de la comida del perro, para que después Damien le
obligara a comérselas. Damien decía que no lograría ser un hombre nunca si no
se las tragaba sin vomitar ni una sola vez. Hans tardó mucho en conseguirlo. El
vómito olía aún peor que el pis de conejo.
–Te lo mereces –decía Damien. Y a Derek esto parecía hacerle
mucha gracia.
Estuvo a punto de no bajar las escaleras de madera por las
que sus hermanos lo estaban guiando, pero no quería volver a comportarse como
un bebé. Ya no tenía cinco años. El sitio era muy oscuro y el suelo crujía con
cada paso que daba. Damien aseguró que el sonido provenía de las tripas del
monstruo que vigilaba el tesoro.
–Ten cuidado, Hans. Se alimenta de enanos como tú.
Hans quiso responder. Tenía siete años recién cumplidos y
había superado muchas pruebas de hombre, por lo que ya no era un niño pequeño.
Sin embargo, no tuvo más remedio que callarse, pues no quería enfadar a ninguno
de los gemelos. Además, tenía mucha curiosidad por saber lo que contenía el
tesoro. Quién sabe, tal vez con un poco de suerte Damien y Derek quisieran
compartir algo del botín con él.
Derek abrió una puerta. No había luz, y Damien no esperó ni
un segundo para empujarlo al interior del cuarto. Hans cayó de rodillas, el
roce con el suelo de madera lo había quemado y tenía la piel ligeramente levantada,
pero no le importó. Uno de los gemelos encendió la luz mientras él volvía a
ponerse en pie, no alcanzó a distinguir cuál de los dos había sido, pero se lo
agradeció en silencio, pues ahora podía contemplar la maravilla que lo rodeaba.
Aquello era un sueño hecho realidad, los baúles de madera
estaban colocados en estanterías especiales y eran imposibles de contar con los
dedos de las manos. Había tal vez cientos, no, ¡miles! Hans ni siquiera le dio
importancia al hecho de que eran cilíndricos, solo deseaba abrirlos cuanto
antes.
–Nikolas los ha traído hoy en su barco, nos ha hecho jurar
que no los tocaríamos. Se supone que son para todos, pretenden conservarlos
aquí hasta las fiestas de invierno.
Hans no podía sentirse más decepcionado. Nikolas siempre
había sido un aguafiestas.
–Entonces, ¿para qué hemos venido? –dijo con amargura en la
voz. Los gemelos entornaron los ojos al mismo tiempo, cansados de su
ingenuidad.
–Hay tantos que ni siquiera se enterarán de que hemos
abierto uno. Además, apostaría mi caballo a que Fred piensa coger muchos más
para él solo.
Fredejorn era un experto en organizar fiestas. Tenía un
montón de amigos y se pasaba el día muy contento. Solía decir que le gustaba
tener en su cama más mujeres desnudas de
las que podría llegar a beneficiarse en una noche. Hans no lo conocía muy bien
a pesar de ser su hermano, y tampoco sabía lo que significaba beneficiarse a
alguien, pero siempre lo había visto rodeado de chicas que lo abrazaban, por lo
que suponía que sería muy cariñoso y simpático.
–Tú no tienes ningún caballo. –advirtió Hans tras unos
segundos.- No puedes apostar algo que no tienes.
–Tenlo en cuenta cuando vayas a apostar tu cerebro.
Derek, como siempre, se limitó a reír la gracia de su gemelo
mientras se acercaba a un baúl situado en la estantería más baja y lo empujaba
hacia el centro del cuarto con el pie. Hans aprovechó la distracción para
desviar la mirada hacia los ojos de botón de Edgar y, por un segundo, creyó
apreciar un gesto de advertencia en su carita de algodón.
–Deja ese estúpido oso de una vez y ven a ayudarnos con
esto.
Hans no se movió, solo se abrazó más al peluche mientras
observaba cómo sus hermanos colocaban el baúl en vertical para poder retirar el
tapón sin peligro de derramar nada de lo que contenía.
–Gracias por nada, enano. Incluso ese trozo de trapo viejo nos
habría sido de más utilidad.
–¡Edgar es mi amigo! –respondió él, arrepintiéndose al
segundo siguiente. Los gemelos intercambiaron una sonrisa cómplice e idéntica
que no auguraba nada bueno y Hans no pudo retener al osito mucho más tiempo
entre sus brazos. Damien y Derek le superaban en número, en fuerza y en edad. No
tenía nada que hacer contra ellos.
–Tú no tienes amigos. –declaró Damien, buscando sus ojos
verdes. Hans habría jurado que esa mirada marrón que lo acusaba se oscurecía y,
de pronto, le entraron unas tremendas ganas de llorar, pero no quería
comportarse como un bebé.
Enjugándose los ojos antes de que sus hermanos notasen el
brillo causado en ellos por unas prematuras lágrimas traicioneras, se acercó al
baúl arrastrando los pies. Ya no tenía muchas ganas de hacerse con ningún
tesoro.
Derek colocó un diminuto grifo en el agujero que había
quedado a la vista cuando el tapón del baúl fue desechado. Hans pensó que eso
sería inútil a la hora de sacar joyas y piedras preciosas del interior del
tesoro, pero no se atrevió a comentarlo en alto.
Damien apretó a Edgar por el cuello, agitándolo en el aire con
violencia al tiempo que Derek volvía a colocar el baúl en el suelo con cautela,
tal y como lo habían encontrado originalmente.
–Ahora, túmbate boca arriba. Derek y yo hemos decidido
entregarte todo el tesoro, pero debemos comprobar que en tus manos estará a
buen recaudo.
Hans obedeció sin rechistar, emocionado al observar la
repentina generosidad de sus hermanos. Ni siquiera se le ocurrió preguntar por
qué tenía que tumbarse. Derek le indicó que debía colocar su cabeza justo
debajo del grifo, y él supuso que lo bañarían en oro. Sin embargo, su
entusiasmo no duró mucho más tiempo, antes de darse cuenta siquiera un líquido
muy amargo comenzó a caerle en la cara. Quiso levantarse, pero los gemelos
fueron más rápidos que él y lo retuvieron, agarrándolo de pies y manos
respectivamente. A Hans no le gustaba nada aquel sabor y en apenas unos
segundos, se encontró con la cara llena de una mezcla entre sus propias
lágrimas y ese líquido tan desagradable. Forcejeó con todas sus fuerzas,
comenzando a sentir arcadas. No podía hacer nada por evitarlo. Tampoco podía
huir. El líquido se desbordaba en su boca y nunca dejaba de caer. Todo empezó a
dar vueltas a su alrededor de repente. Hans sintió que se dormía entre
sollozos.
A Damien esto pareció hacerle mucha gracia.
Despertó horas más tarde en los brazos de alguien. Fredejorn
había descubierto su cuerpo acostado en el suelo de la bodega al bajar con
intención de apropiarse de unos cuantos barriles. Al otro lado de la puerta
cerrada de su habitación, Hans le oyó comentar que lo había encontrado muy
pálido y con el pelo lleno de vómito. Klaus, su hermano más mayor, aseguró que
no permitiría que algo como eso ocurriese de nuevo, lo que significaba que,
probablemente, todo aquello se le olvidase en un par de minutos, en cuanto
tuviese algo más importante que hacer.
–Sois un insensato.
Levantó la mirada y, por un segundo, le pareció que era su
madre quien lo sujetaba. Se dio cuenta de que era una idea estúpida cuando
apreció la cara de una sirvienta. Seguramente su madre estaría ocupada. Siempre
estaba ocupada.
–Beber de un barril con apenas seis años... ¿No os han dicho
lo mala que es la cerveza? A este paso acabaréis igual que vuestro hermano
Fredejorn: borracho e irresponsable.
“Tengo siete”, pensó Hans, pero no dijo nada. La sirvienta
lo sentó sobre la cama y comenzó a secarle el pelo con una toalla, él no había
notado hasta entonces que lo habían bañado, por lo menos ya no olería a vómito.
Levantó las cejas cuando la vio alejarse de nuevo para guardar la toalla en una
cesta donde alcanzó a distinguir también su ropa de aquella mañana. La observó
con curiosidad, era una mujer bajita y de pelo negro como el carbón.
Posiblemente tendría la edad de su madre, tal vez algún año más.
Hans ni siquiera sabía su nombre, sus hermanos nunca se
preocupaban por esas cosas.
Volvió a acercarse para ayudarlo a ponerse el pijama y, durante
todo su discurso sobre la responsabilidad y el buen comportamiento, él no abrió
la boca. No entendía muy bien lo que ocurría con ella. Normalmente, los
miembros del servicio debían mantenerse callados y limitarse a acatar órdenes.
Nunca hablaban a no ser que fuera estrictamente necesario. De hecho, él tampoco
se atrevía a hablar en ciertas ocasiones, como cuando se reunían para comer o
cuando celebraban fiestas importantes, y eso que, supuestamente, formaba parte
de la familia real.
Aquella mujer era diferente. Hans sabía que llevaba
trabajando para ellos desde mucho antes de que él naciera, la había visto
alguna vez acompañada de otras chicas más jóvenes, llevando mantas y haciendo
alguna que otra cama, y nunca le había llamado especialmente la atención hasta
ese momento. Parecía saber perfectamente con quien podía hablar y con quién no,
porque no paraba de regañarlo y de hablar mal de sus hermanos aprovechando que
estaban a solas. Tal vez era muy obvio que él no le diría nada a nadie. Tal vez
ni ella lo consideraba un príncipe digno.
–¿Cómo te llamas? Yo soy Hans.
Por un momento, y para su sorpresa, la sirvienta dejó de
hablar. Aunque el silencio no duró mucho tiempo. Hans solo tuvo que esperar a
que terminase de abotonarle la camisa de su pijama.
-Sé quién sois. El pequeño príncipe Hans.- la mujer entornó
los ojos, sin mirarlo a la cara.- El último de los príncipes de las Islas del
Sur, demasiado pequeño para que alguien os tenga en cuenta, ni siquiera
vuestros hermanos más jóvenes. El príncipe Linus tiene a sus mascotas, el
príncipe Derek y el príncipe Damien se tienen el uno al otro y el príncipe
Robert tiene sus instrumentos, ¿pero vos?
¿Qué tenéis vos? ¿Tiene el pequeño príncipe algo que ofrecer?
Hans se sintió confundido y perdido. No le había respondido,
sin embargo, había hablado demasiado y, por desgracia, también le había hecho pensar
demasiado, pensar en cosas que no le gustaban. Odiaba que lo llamasen “pequeño”
o “enano”, odiaba que lo tratasen como a un bebé, y también odiaba comportarse
como tal, odiaba que lo bañasen y lo vistiesen porque creía ser lo
suficientemente mayor como para hacerlo por sí mismo. No obstante, por mucho
que odiase todo aquello, por primera vez, Hans se planteó que tal vez nunca
crecería a ojos de los que lo rodeaban. Se llevaba veintitrés años con su
hermano más mayor y, por mucho tiempo que pasase, siempre seguiría siendo así.
Y si bien era cierto que tenía hermanos más cercanos a él, todos poseían algo
que sustituía su compañía. Algo que consideraban mucho más valioso que él.
Tenía doce hermanos mayores y, por mucho que lo intentase, nunca llegaría a ser tan bueno como ninguno.
Todo lo que él hiciese carecería de mérito, pues ellos lo habrían hecho ya
mucho antes.
Ella lo invitó a acostarse, y él obedeció, cubriéndose con
las mantas. No dejó de mirarla en ningún momento.
–No tengo nada. –afirmó en mitad de un suspiro, resignado y
encogiéndose de hombros. – Solo soy yo.
–¿Solo vos? –preguntó la sirvienta mientras se concentraba
en abrigarlo. Sus ojos se encontraron por unos segundos, y fue solo entonces
cuando Hans se sintió realmente arropado.
Viendo como se alejaba, Hans se visualizó a sí mismo rodeado
de soledad, bajo la oscuridad de su propio cuarto. No quería que se fuera. No
quería que lo dejase solo. Quería hablar más con ella, contarle todo aquello
que no podía contarle a nadie. Quería tantas cosas…
Pero no dijo nada. El silencio continuó presidiendo el
lugar. Había hecho una promesa con los gemelos: no podía contar nada de lo que
hacía con ellos, nada sobre el tesoro, nada sobre el incidente que habían
tenido en la sala de los baúles. Y era una promesa de pellizco, por lo que no
se podía incumplir.
A veces incluso se arrepentía de dejarse llevar, las cosas
siempre acababan mal, y era mucho mejor quedarse en su habitación, jugando con
su caballo de madera amarillo al que aún no había puesto nombre y con la única
compañía de su osito Edgar, a quien había perdido por culpa de su imprudencia.
La culpa era suya. Siempre suya. Por haber nacido el último,
por llevarse veintitrés años con su hermano más mayor. Por no ser lo
suficientemente bueno para nadie. Y quizás podría haberse llevado bien con los
más próximos a él, Linus le sacaba solo cuatro años, los gemelos solo tres y
con Robert apenas se llevaba unos meses. No obstante, al destino le gustaba
jugar; aislando a Linus con sus animales, con seres vivos de verdad, no trozos
de trapo como lo era Edgar; y convirtiendo a Robert en un virtuoso, haciendo
que todos lo adorasen por su singular don musical. Los gemelos no tenían nada
especial, simplemente eran eso, gemelos, se apoyaban el uno al otro. Ojalá él también
tuviese un gemelo, o un don, o una mascota.
Damien tenía razón, no tenía amigos. No tenía nada.
Y si su destino era
estar solo, prefería disfrutar de la soledad encerrado.